viernes, 16 de septiembre de 2011

Labriegos do mar


Hubo un tiempo en que la franja arenosa que discurre entre Espinho y Figueira da Foz, al norte de Portugal, hervía de barcos 'do campanha', unas pateras pintadas de vivos colores y con la proa alta como drakkars vikingos. Hendían el Atlántico bravo y frío sin perder de vista la costa ni las bandadas de gaviotas que allí esperaban flotando en el viento, entre sacudidas, como surferos que cabalgaran las corrientes de aire. Sus tripulantes no se parecían al Manuel de 'Capitanes intrépidos', ni pescaban al albaraque o al volantín. Lo hacían con yuntas de bueyes, que esperaban en la playa a que las redes se llenasen del cardumen con que el océano había bendecido este rincón del mundo. Las bestias tiraban luego de ellas, como condenados a trabajos forzados, y derramaban los frutos del mar sobre la arena. Había negocio, y eso que la abundancia de dunas impedía levantar puertos como Dios manda. Tanta era su fama que los portugueses, navegantes experimentados, exportaron la fórmula a lugares lejanos como las playas de Goa, en la lejana India. Y así por los siglos de los siglos. Hasta ahora.


Ya no se ven bueyes en Torreira. Y si queda alguno, no huele a salitre. Desaparecieron hace más de 30 años. Es uno de los pocos pueblos donde pervive la xávega -los otros son Mira y Vagueira-, aunque ahora son los tractores los que tiran de las redes. El petardeo de los motores se mezcla con el griterío de las gaviotas, entre el olor a pescado y a gasóleo. Marco es el patrón del 'Fátima', una de las tres últimas pateras que faenan al arrastre en la zona. 23 personas trabajan a su cargo, entre los que se abren paso en el mar y los que recogen las redes, llenan los camiones frigorífico o separan el chicharro del sargo, la anchoa de los calamares. A Marco le acompañan a bordo seis hombres. Son tipos recios, morenos, con el rostro atravesado de arrugas como cicatrices y dentaduras que parecen salidas de un holocausto nuclear. Como Horacio, reclutado tras años en una empresa eólica de A Coruña; o Augusto, 63 años, carne de xávega desde los 14 y soldado en la Guinea, «donde vi más de lo que quería ver».


Se adentran dos kilómetros en el mar hasta agotar el largo de las sogas que sujetan las redes y una vez allí despliegan un muro de 600 metros para atrapar todo lo que se mueva. El problema es que cada vez se mueve menos. Pueden hacer cuatro y hasta cinco viajes al día. «Si entra chicharro y recogemos, por ejemplo, 1.200 kilos, la venta dejará unos 3.600 euros. Pero el patrón se queda la mitad de la partija y hay que pagar el combustible. El resto -explica Américo encogiéndose de hombros- nos lo repartimos entre veinte». Eso los días buenos, porque hoy solo ha entrado algo de anchoa y caballa. Poca. Los pescadores hacen sus cálculos y miran al mar con resentimiento. El madrugón apenas les reportará 5 euros por barba, y a la 'campanha', que arrancó en abril, le queda apenas un mes.


A derecha y a izquierda se distinguen el 'Santa Piedade' y el 'Ola San Paio'. No parece que les vaya mejor. Si la pesca no es abundante y no hay camiones que mandar a Oporto, las mujeres venden lo que han traído sus maridos a los turistas que invaden la Ría de Aveiro los meses de verano y que se acercan con bolsas cada mañana. Los letreros que anuncian apartamentos en alquiler salpican los 'palheiros' de líneas verdes y blancas que antaño servían de refugio a la gente de mar y donde se guardaban las artes de pesca y el ganado. Ahora cumplen su función las chabolas de uralita y listones de madera; allí se refugian tripulaciones reclutadas entre portugueses y rumanos, el corazón puesto en la xávega y la vista en cualquier trabajo que surja en España.


Marco cumple hoy 36 años. La pesca no se ha dado bien, pero él y su mujer, Albina, han decidido agasajar a su gente con una comida a base de ensalada, lechón y oporto. Viéndoles allí, recostados contra las tablas por donde entra la brisa marina mientras unos bafles enormes escupen lambada, uno recuerda lo que decía Manuel y se pregunta si el cielo de los pescadores no estará en tierra.

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